“Resiliencia” es una palabra que hemos escuchado mucho últimamente. Se define como la capacidad que posee el individuo de adaptarse a prácticamente cualquier adversidad. Es un término que surgió en el ámbito de la psicología, pero que poco a poco hemos ido integrando a temas antropológicos, estéticos y, por supuesto, urbanos. Es un vocablo que, por su naturaleza semántica, tiende a expandir sus tentáculos a cualquier tópico.
Dentro de la Eneida de Virgilio hay una locución latina muy pertinente para este tema Tu ne cede malis, sed contra audentior ito, que significa: “No cedas ante el mal, sino que enfréntalo con más audacia”. Es imposible detener los fenómenos naturales peligrosos para la especie humana, lo que sí podemos es conocerlos lo suficientemente bien para aprender a sortearlos y sobrevivir a ellos. Ésta sería la primera encomienda de lo que se conoce como “ciudades resilientes”, una ruta metodológica que propone ONU-Habitat.
Este organismo promueve “el cambio transformador en las ciudades y los asentamientos humanos a través del conocimiento, el asesoramiento sobre políticas públicas, la asistencia técnica y la acción de colaboración”. Según ONU-Habitat, actualmente los sistemas urbanos y sus comunidades enfrentan cada día más retos debido a los efectos de la urbanización masiva, el cambio climático y la inestabilidad política. Las ciudades resilientes se definen como aquellas que logran mantener una continuidad en sus dinámicas sociales después de haber padecido algún tipo de impacto.
De acuerdo con Martha Herrera González, quien forma parte de la junta directiva de la Red Global de Ciudades Resilientes, el principal objetivo de esta doctrina es evitar muertes y disminuir pérdidas económicas y de infraestructura. Una ciudad resiliente es un entorno que lleva a cabo principalmente tres acciones: evaluar, planear y, posteriormente, actuar. “Estamos acostumbrados a actuar y no a prevenir, los gobiernos se tienen que dar cuenta de que el prevenir tiene ahorros importantes para la ciudad”, señala la también Directora Global de Impacto Social de CEMEX. De hecho, según el Marco de Sendai de la ONU, es absolutamente necesario invertir en la reducción del riesgo de desastres para lograr resiliencia. Esta guía advierte que “las inversiones públicas y privadas para la prevención y reducción del riesgo de desastres mediante medidas estructurales y no estructurales son esenciales para aumentar la resiliencia económica, social, sanitaria y cultural de las personas, las comunidades...”. En cada crisis se adquiere una lección como sociedad, y es así como, según Martha Herrera, hemos ido adquiriendo poco a poco una conciencia social más apegada a la planificación urbana. Se ha observado incluso que dentro de las estructuras gubernamentales se han sumado figuras como el chief resilience officer, que funge como un “director de resiliencia”.
En países como el nuestro, una de las principales barreras a la hora de establecer una planificación de largo aliento es que se invierten mucho tiempo y recursos en la reparación de errores del pasado; esta situación obstaculiza la creación de un modelo que permita prever y no sólo “parchar”. No obstante, sin importar el tamaño o la densidad poblacional de cada ciudad, todas son potencialmente resilientes.
Mientras exista voluntad política y coordinación entre Estado y municipio es posible tejer redes colaborativas que permitan identificar a tiempo los riesgos para después hacer un plan. Según Martha Herrera, debemos pensar en nuevos términos: “construir diferente, con materiales diferentes, en terrenos adecuados”; se necesita estar en una búsqueda constante en la mejora de sistemas eléctricos, de agua, etcétera. Por lo tanto, habríamos de pensar en la resiliencia como un “continuo que va más allá de periodos electorales, de gobiernos, sino como planes definidos, consensuados, implementados con esa mirada humana, poniendo al centro a las personas”, puntualiza Herrera.