La gig economy y el auge de las transacciones mercantiles mediante plataformas digitales o sitios web han transformado la manera en la que experimentamos nuestras ciudades.[1] En el Valle de México, la heterogeneidad y las desigualdades socioespaciales y de ingresos generaron importantes diferencias cuantitativas y cualitativas en la penetración de estas grandes aplicaciones en distintos puntos de la misma zona urbana. No hay, por lo tanto, una única Ciudad de México, sino múltiples espacios urbanos ampliamente diferenciados[2], donde el eje más básico de diferenciación es el centro y la periferia, como se puede observar en el siguiente mapa:
Figura 1: Estratificación socioeconómica de la Zona Metropolitana del Valle de México, 2020.
Fuente: Elaboración propia con base en el Censo de Población y Vivienda (2020), del INEGI.[3]
Si nos trasladamos, por ejemplo, al municipio de Nezahualcóyotl —el segundo más poblado del país y un caso enigmático de la urbanización de la zona metropolitana— podremos percibir cómo y en qué medida la llegada de estas empresas tecnológicas ha afectado (o no) las dinámicas locales del lugar.[4] En éste, y probablemente en muchos otros barrios de la zona metropolitana, los grandes corporativos de apps no han entrado con la misma fuerza que en otros lugares de mayores ingresos; aquí, por ejemplo, en lugar de usar Rappi o el servicio de entrega de los grandes supermercados, la mayoría de las personas aún va por su “mandado” al mercado de la esquina o se abastece de alimentos y productos de primera necesidad en los tianguis cercanos. Si pensamos en la entrega de comida preparada, por mencionar otro ejemplo, el tamaño de la economía informal ha provocado que los puestos ambulantes de platillos proliferen y haya una amplia variedad y gran disponibilidad de comida económica al alcance de las personas, a casi cualquier hora del día y la noche. En todos estos casos, el contacto es personal y directo con quien nos alimenta o nos brinda algún servicio: no vemos a “un rappi” o a “un uber”, sino a personas con nombre y rostro que en muchas ocasiones son nuestros vecinos y amigos.
A pesar de que algunas de estas localidades, aparentemente, han estado exentas de la penetración del modelo de negocio de la gig economy, en esta forma de capitalismo digital, Facebook Marketplace y Uber son, quizá, las más populares entre los habitantes de la zona, quienes participan de ello no solamente como usuarios, sino que cada vez es más frecuente ver a un montón de adolescentes y adultos jóvenes congregarse afuera de los centros comerciales o de las plazas centrales esperando a que “caiga” un pedido o un viaje. Más aún, en el devenir de su expansión en nuestro país, Uber y el resto de las plataformas de servicios han adaptado sus políticas operativas a las condiciones locales: ya que en la periferia mucha gente no cuenta con tarjetas de crédito o débito, incorporaron el pago en efectivo que posteriormente —gracias al éxito obtenido— lo ampliaron a toda la zona metropolitana.
Fue en la década de los noventa cuando conocimos la “ciudad global” de la pluma y reflexión de Saskia Sassen, quien advertía la tendencia bajo la que las ciudades, principalmente en el Norte Global, iban adecuándose a las exigencias operativas y estéticas del capital global emergente tras la liberalización económica que tuvo lugar en el mundo desde los setenta. Esta situación, señala Sassen, condujo a una mayor polarización de la ciudad, donde, por un lado, proliferaron edificios corporativos y habitacionales adaptados al estilo de vida de esta nueva clase transnacional, con un estilo arquitectónico que aspiraba a homogeneizar cada vez más las ciudades bajo una idea específica de confort, abstrayendo las características locales del lugar (como el clima y la historia); por otro lado, la mayoría de los habitantes fue empujada hacia las periferias, desde donde recorren largos trayectos para trasladarse a estos corporativos y departamentos, que son sus lugares de trabajo pero con sueldos infinitamente menores y condiciones de empleo distintas a los de los ejecutivos de primer nivel. Así avanzamos hacia un prototipo de ciudad que se replica a lo largo y ancho del mundo; además, la democracia, la justicia y la cohesión social son amenazadas en tanto las clases medias y el estado del bienestar se debilitan.
Pronto vimos a las grandes metrópolis del mundo reconfigurarse bajo un tipo particular de cosmopolitismo, que servía también como ideología: al principio fue el circuito Nueva York-Londres-París-Tokio;[5] pero después también la Ciudad de México y otras capitales del Sur Global. Pronto asistimos al surgimiento e intensificación de distintos problemas sociales que hoy se han vuelto comunes en nuestras experiencias y encuentros cotidianos con la ciudad: por un lado, la proliferación de centros comerciales que aspiran a totalizar la experiencia de la interacción social —abstrayendo a la gente de su contexto y problemas locales como la contaminación, la pobreza, la falta de espacios públicos de recreación y la presencia de personas sin casa—; por otro, el desalojo de familias enteras y la construcción simultánea de bares, cafés y galerías de arte con espíritu “bohemio”, que ofrecen y promueven un mismo estilo de vida, sin importar si nos encontramos en la colonia Condesa de Ciudad de México, en el Barrio Gótico de Barcelona o en Bangalore, India.
Al mismo tiempo, presenciamos la lucha por el derecho a la ciudad. Libros y artículos enteros fueron escritos bajo este título y tema de estudio; las pancartas se alzaron en distintas ciudades del mundo ante el incremento exorbitante del costo de vida y de alquiler, ante el despojo y la precarización generalizada.[6] Se trataba, ni más ni menos, de definir quiénes eran los ocupantes legítimos de las ciudades: sus habitantes populares o aquellos que pertenecen a las clases altas de la sociedad.
Mientras todo ello pasaba, en nuestros barrios veíamos la llegada de personas y familias expulsadas que, como en el pasado habían hecho nuestras abuelas y abuelos al emigrar de sus lugares de origen, buscaban establecerse en un nuevo hogar por un costo accesible. Pero dada la poca —o quizá aún no explotada— potencialidad turística de nuestras localidades, los recién llegados no fueron acompañados por las galerías de arte bohemias ni por los promotores de Airbnb.[7]
Una vez mencionado lo anterior, valdría la pena preguntarnos cómo la presencia de la gig economy ha trastocado nuestra vida en común y cuáles podrían ser las posibles consecuencias de ello para nuestras interacciones sociopoliticoeconómicas. Responder esta cuestión implica repensar lo que significa la posición periférica de nuestros barrios: las ciudades que, como Nezahualcóyotl, nacieron en el Valle de México a lo largo del siglo XX, se configuraron inicialmente como ciudades-dormitorio que alimentaban a la capital del país con mano de obra —calificada, pero sobretodo no calificada— que diariamente se trasladaba para vender su fuerza de trabajo. Hoy en día, la revolución tecnológica y el modelo de negocios y empleo a los que pertenecen Uber, Amazon, y Rappi, entre muchos otros ejemplos, no son ajenos a esta tendencia, pues parecen beneficiar a quienes se desenvuelven mejor en entornos digitales, capacidad que, sobra decirlo, no se distribuye aleatoriamente entre la población, sino que se asocia con desigualdad económica y generacional, entre otras[8].
Por lo tanto, la brecha, más que generacional, es de acceso y oportunidades. Esto afecta directamente a los grupos histórica y sistemáticamente vulnerados: las mujeres, que son sistemáticamente excluidas debido a los roles de género y la división sexual del trabajo; los migrantes, que ante las dificultades por insertarse en su nueva comunidad son más propensos a ingresar a trabajos dentro de la gig economy; los habitantes del Sur Global, ya que la fragmentación actual del proceso productivo tiende a concentrar las actividades mejor pagadas (diseño y logística) en los países ricos; los habitantes de zonas rurales, por la brecha de accesibilidad a internet y tecnologías; las personas de bajos ingresos, porque no pueden costearse una formación técnica o universitaria que les capacite para obtener empleos mejor remunerados.
De esta manera, quienes posean las características opuestas descritas anteriormente y sean los mejores formados bajo las condiciones demandadas por el mercado laboral actual incrementan sus ventajas y oportunidades, y quienes ya ocupaban las posiciones peor retribuidas resultarán aún más perjudicados. El mundo laboral, entonces, comienza a polarizarse cada vez más entre quienes se dedican a las actividades de diseño y logística, con altos salarios, y quienes persisten en actividades manuales y de bajo rango, con salarios precarios.
Además de agudizar las desigualdades previamente existentes, el capitalismo de aplicaciones ha aumentado la diferenciación dentro de las comunidades y familias, al marcar la separación entre el grupo —cada vez más reducido— de quienes tienen un trabajo formal y relativamente bien remunerado, y quienes deben participar del trabajo precarizado, de bajos salarios y sin ningún tipo de seguridad social.[9] También contribuye a la enajenación de los habitantes de sus propios espacios habitacionales: muchos de ellos prefieren no trabajar dentro de sus barrios porque consideran que sus ingresos y propinas serán menores o porque se sienten más inseguros.
Además, así como los centros comerciales han intentado acaparar la totalidad de las interacciones sociales, los espacios digitales han emergido como otras realidades donde coexistimos a la par. La creación de estas otras realidades, como consecuencia de la tecnología digital y los dispositivos electrónicos, empujan la visión normativa de un estilo de mundo y vida en donde el confort, el lujo y la acumulación aparecen como ejes articuladores; ello conduce a la falsa conciencia social que permea cada vez más en nuestros barrios, con la proliferación de cafeterías y barberías de estilo minimalista y “cosmopolita”. Nuestras concepciones de lo bello y lo bueno se diseñan en Silicon Valley, a la par que son asimiladas en nuestros barrios mediante el funcionamiento cotidiano del marketing, las redes sociales y los medios masivos de comunicación. El problema de esto reside en que se trata de realidades unidimensionales, absolutas e indiscutidas.
Después de varias décadas de enaltecer el consumo y el individualismo, así como de atacar nuestros imaginarios sobre lo público, las ciudades y los barrios se perciben únicamente como espacios moldeables para llevar a cabo transacciones comerciales de la manera más eficiente posible. En esta situación, la reconfiguración de los espacios urbanos obedece a una tendencia mundial donde su valor de uso es menor a su valor de cambio:[10] es la idea de ciudad como el hábitat natural del homo consumus.[11]
Ante este panorama, nuestros esfuerzos no deben apuntar hacia la demonización de la tecnología y la promoción de un discurso globalifóbico; en cambio, es necesario alzar la voz ante la imposición del lujo y confort como forma única, total y legítima de vida; oponernos a los discursos que pretenden exotizar nuestros orígenes y nuestros barrios mientras ignoran los problemas de violencia, desigualdad, pobreza y explotación que vivimos día a día.
A pesar de las enormes dificultades y trabas que existen para avanzar hacia la construcción de un régimen internacional que regule los nuevos modelos de empleo y la economía digital, algunas alternativas son factibles y aparecen ante nuestros ojos. En primer lugar, podemos retomar los esfuerzos locales y nacionales realizados por autoridades de distintos países y ciudades en el mundo para regular el funcionamiento de la gig economy (por ejemplo, en Colombia y Brasil han exigido que Uber y similares se registren como empresas de transporte y paguen los impuestos correspondientes. Es necesario que estos esfuerzos no se limiten a un sector y se expanda a este tipo de economía en su totalidad).
En segundo lugar, debemos apelar a la organización colectiva del gremio de los trabajadores de la gig economy; ya sea para formar organizaciones sindicales o para crear plataformas digitales propias que puedan competir con los grandes corporativos. En este sentido, uno de los ejemplos más notables es el caso de CoopCycle, una asociación de cooperativas que hace entregas de pedidos y comida con bicicleta; éstas compiten con las grandes plataformas pero, a diferencia de éstas, funcionan mediante un sistema democrático que establece mediante la votación de sus trabajadores condiciones como el salario, los horarios de trabajo o el seguro.[12] Actualmente, el software de CoopCycicle tiene cobertura en distintas ciudades de Europa y Canadá, pero constituye un ejemplo loable de organización laboral y del uso de la tecnología en beneficio de las clases trabajadoras.[13]
En tercer lugar, consideramos necesario apostar hacia una economía solidaria que incentive el consumo en los pequeños negocios y aumente la resiliencia de nuestros barrios. Por último, creemos que es indispensable reconocer que las luchas también se libran con y por las ideas; por ello —en una situación donde las clases trabajadoras han introyectado ampliamente el individualismo y la idea meritocrática que ignora las desigualdades estructurales que afectan las condiciones, oportunidades y resultados de las personas—[14] necesitamos revalorar el discurso de lo público y la solidaridad como una oportunidad de avanzar hacia el bienestar y la justicia social. Merecemos espacios urbanos que se articulen como lugares donde las interacciones comerciales no sean el único vínculo que nos una, donde la vida en común puede llevarse a cabo con dignidad.
[1] Por gig economy entendemos el modelo de economía por el cual se ofrecen servicios y otras transacciones comerciales mediante el uso de aplicaciones digitales donde, además, participan usuarios y trabajadores (si bien, los esfuerzos de los corporativos transnacionales insisten en clasificar a éstos como “colaboradores autónomos”), que interactúan entre sí por un periodo de tiempo corto, mientras dura la actividad o tarea por realizar.
[2] Se trata de los Mundos Paralelos.
[3] La metodología para el cálculo del índice reproduce la utilizada en la investigación “‘De la Calzada para allá’: Fronteras materiales y simbólicas de desigualdad, exclusión y estigmatización en la ciudad de Guadalajara”, disponible en https://www.researchgate.net/publication/335690429_De_la_Calzada_para_alla_Fronteras_materiales_y_simbolicas_de_desigualdad_exclusion_y_estigmatizacion_en_la_ciudad_de_Guadalajara
[4] Entre otras razones, debido a la desigualdad socioeconómica y las condiciones de infraestructura pública, la oferta de estos servicios tiende a concentrarse en zonas de más altos ingresos. Además de que muchas apps funcionaron inicialmente con tarjetas de crédito, para su uso es necesario tener un dispositivo electrónico y conexión a internet, condiciones que no siempre se cumplen en los barrios periféricos. A esta situación podemos añadir la renuencia de los trabajadores por circular en lugares que se perciben como más inseguros o con “mala fama”.
[5] Al respecto, puede consultarse Harvey, David (1973), Social Justice and the City, Londes, E. Arnold; Harvey, David (1990) The Condition of Postmodernity: An Enquiry Into the Origins of Cultural Change, Oxford, Blackwell; Harvey, David (2001) Spaces of capital: towards a critical geography, Nueva York, Routledge.
[6] Aunque los problemas de la llamada “cuestión inquilinaria” pueden parecer invisibilizados en Ciudad de México, durante el año pasado se ha publicado información que muestra la importancia del problema para la ciudadanía. Algunos ejemplos en este artículo y este enlace.
[7] En este enlace puede encontrarse un análisis sobre la relación entre la oferta cultural y de espacios Airbnb para el alquiler, así como algunos efectos de ello en términos de gentrificación.
[8] Al respecto, puede consultarse este enlace.
[9] Se recomienda leer la publicación “Precarización laboral en plataformas digitales. Una lectura desde América Latina” para conocer investigación reciente al respecto en la región.
[10] Al respecto véase Lefebvre, Henri (1968), El derecho a la ciudad, trad. I. Martínez, Madrid, Capitan Swing.
[11] Por este término, entendemos a aquellas personas cuyo estilo de vida implica un gasto alto y gran desperdicio de recursos de distinta naturaleza; impulsado por el modelo económico actual, cuyo funcionamiento se liga al dinamismo de la producción y consumo.
[12] Al respecto, véase Aldama, Zigor (31 de enero de 2021), “'Riders' vascos se unen en cooperativas para competir con Glovo y Deliveroo”, El Diario Vasco, San Sebastián, disponible en https://www.diariovasco.com/economia/riders-vascos-unen-20210131004832-ntvo.html.
[13] Scasserra, Sofía (2019), “El despotismo de los algoritmos. Cómo regular el empleo en las plataformas”, Nueva Sociedad, núm. 279, disponible en https://nuso.org/articulo/el-despotismo-de-los-algoritmos/. En este artículo, la autora expone el ejemplo de CoopCycle para argumentar que el desarrollo de la tecnología no es un fenómeno en sí mismo nocivo para el bienestar social y las clases trabajadores, sino que es necesario saber cómo utilizarlas para emplearlas en beneficio de las mayorías; en este caso, al permitir la competencia de pequeñas cooperativas en el mercado laboral.
[14] Sobre la narrativa meritocrática y la legitimidad de la desigualdad, recomendamos este artículo.