La pandemia de la COVID-19 adelantó tendencias que, según un artículo publicado por The New York Times, se esperaba que no se consumaran antes del 2030 y las instaló de un día para otro en nuestras vidas. Al obligar tanto a empleados como a jefes a probar el home office permanente, la idea de que no se es tan productivo cuando se trabaja en casa como en la oficina quedó atrás. De hecho, un artículo de Business News Daily afirma que las personas trabajan mucho más que cuando se sentaban (mínimo) ocho horas en un escritorio de oficina.
Esta idea de mayor productividad ha llevado a las empresas a permitir que sus empleados cambien su esquema de trabajo de la oficina a la casa. Esto ha impactado de tal forma que muchos habitantes de grandes ciudades, como Nueva York y Londres, están dejando sus diminutos departamentos por casas grandes con jardines en ciudades pequeñas, o incluso en el campo. ¿Qué significa esto para la planeación urbana y, en general, para el desarrollo de las ciudades?
Aún antes de que la pandemia por COVID-19 pusiera al mundo de cabeza, muchos centros urbanos en diferentes países y continentes estaban empezando a sufrir cambios sustanciales derivados de las implicaciones del calentamiento global y las desigualdades económicas. Estos factores impulsaron a que la gente fuera de los centros de las ciudades hacia otro tipo de asentamientos. Los centros históricos han permanecido como centros culturales y turísticos, mas no como centros habitacionales. Por su parte, las periferias se han convertido en los lugares donde la gente vive, trabaja y estudia; y es importante recalcar que, a diferencia del centro de la mayoría de las ciudades, las periferias están sumamente diferenciadas por nivel económico. A pesar de los recientes intentos para que la gente regrese a vivir a los centros de las ciudades, resulta sumamente caro y, en ocasiones, problemático por el tránsito automovilístico, los altos costos de vida y la falta de accesibilidad a otras zonas de las ciudades.
Es difícil predecir hacia dónde se moverá la población en un futuro, especialmente en países como México y otros de América Latina, donde la urbanización moderna aún no cuenta con infraestructura de última generación. Con ello, es importante entender que hoy decidir dónde trabajar y dónde vivir es un privilegio que no todos tienen.
Por eso, el desplazamiento de las ciudades hacia zonas periféricas sucede en dos niveles. En el primero, quienes tienen menos recursos se ven obligados a migrar hacia donde se concentra la actividad económica para encontrar trabajos no tan precarizados y esto —ya sea un commute diario o una mudanza de lunes a viernes— tiene un impacto en sus relaciones familiares y en su salud mental. El segundo nivel se da cuando este traslado sucede entre poblaciones con mayores recursos económicos, se descentraliza la concentración económica y laboral, y disminuye la posibilidad de un éxodo desmedido por parte de poblaciones menos favorecidas.
Si el dinero y los trabajos no se concentraran únicamente en las grandes metrópolis, la economía local de ciudades pequeñas podría florecer, esto de acuerdo con el reporte “Cities and Pandemics: Towards a More Just, Green and Healthy Future” de la ONU. Asimismo, los productores y negocios locales se verían beneficiados por un mayor flujo de dinero sin intermediarios, lo cual debería significar, en teoría, una mejora en servicios de salud, transporte y demás factores que ayudan a elevar la calidad de vida de las personas. Otro beneficio de esta descentralización sería una baja en los contaminantes, pues se reducirían los traslados.
Harán falta muchas políticas públicas para evitar que los nuevos inquilinos acaben con los recursos naturales de su destino, que se respeten las áreas naturales y no simplemente se cambie un centro urbano establecido por uno inventado. Además, para que esta idea de vida tenga éxito, será necesario que las empresas conciban al home office como una alternativa real no sólo para la nueva normalidad, sino para fomentar la productividad de los trabajadores.
De hecho, medios como Bloomberg y Fortune aseguran que la COVID no es —como se piensa— el “asesino” de grandes urbes. Al menos en ciudades de Estados Unidos, la mayoría de sus habitantes no está dispuesta a dejar sus vidas urbanas por los suburbios, especialmente ahora que la vacuna les ha dado mayor libertad de volver a su vida como la conocían.
Lo que las encuestas, estudios y reportajes anteriores concluyen, en general, es que las personas quieren mejores ciudades: un renacer urbano. Los habitantes de las ciudades más grandes de Estados Unidos quieren quedarse, pero con más espacio para peatones y bicicletas que para autos, quieren energías limpias en sus transportes públicos y espacios urbanos incluyentes.
Pareciera que la lección, al menos en cuanto a urbanismo, es pensar en ciudades más amigables que permitan la descentralización de los empleos, los recursos y la riqueza; espacios que permitan mayor libertad a la hora de trabajar y que, a su vez, sean compatibles con despoblamientos planeados. La prioridad deberá ser evitar el crecimiento desmedido de nuevas ciudades y, sobre todo, impulsar el diseño de ciudades pequeñas, con otros parámetros que respondan a una planeación urbana mucho más integral.