Nos dijeron que esto duraría tres meses; sin embargo, en vísperas de cumplir un año resguardados en casa —quienes tenemos el privilegio de hacerlo—, es muy evidente que esta realidad llegó para quedarse, al menos en el futuro próximo.
Así como no lo estábamos nosotros, las ciudades que habitamos no estaban listas para una pandemia que cambiaría todo lo que significaba nuestra vida cotidiana, nuestras interacciones con y en el espacio, y nuestras relaciones con las personas más allá del núcleo familiar —sea cual sea la definición de “familia” a la que suscribamos—. Así como las personas hemos tenido que transformar nuestros hábitos, e incluso nuestros espacios, es fundamental que las ciudades se modifiquen para atender las necesidades de esta nueva realidad.
Para poder imaginar cómo reconstruir las ciudades para que se conviertan en nuestras cómplices ante este desafío, es importante partir de entender cómo son las ciudades hoy y cómo fue que llegamos aquí: quién las construyó, para quiénes y privilegiando qué. Esto es relevante: la manera en la que hemos planeado y diseñado nuestras ciudades también ha condicionado nuestra cotidianeidad y ha contribuido a un sistema que valora ciertas características por encima de otras.
¿Ciudades para quiénes?
La arquitectura y el urbanismo se han jactado de ser disciplinas neutrales, es decir, que no pretenden privilegiar a nadie. Sin embargo, la realidad es que las ciudades están diseñadas alrededor de la concepción de un ciudadano ideal —y no, el masculino no es gratuito—, donde la neutralidad no tiene cabida. Este ciudadano ideal, por lo general, es varón, cisgénero y heterosexual, de piel clara y clase media o alta, sin discapacidades y sin responsabilidades de cuidado. Esto no sorprende particularmente, en especial cuando pensamos en quiénes, por siglos, han estado a cargo de la construcción de las ciudades; entonces, están construidas para dar respuesta a las necesidades de una buena parte de los hombres —que podemos ver reflejadas, por ejemplo, en que los espacios de recreación que se prioricen sean deportivos—, éstas, por mero diseño, excluyen las de otras personas.
Aunque tenemos pocos instrumentos para entender cómo es que las personas habitamos las ciudades, existen algunos datos que nos dan luz al respecto. En el caso de Ciudad de México, gracias a la Encuesta Origen Destino en Hogares de la Zona Metropolitana del Valle de México (EOD), realizada en 2017 por el INEGI, sabemos que las mujeres son la mayoría de las personas que realizan viajes exclusivamente caminando y que, por el contrario, los hombres —aunque con una diferencia menor— son quienes hacen la mayoría de los viajes únicamente en automóvil particular. No debería sorprendernos que las ciudades en las que vivimos se vean de la forma en que lo hacen: privilegian la movilidad de los vehículos automotores, por ejemplo, mientras que existen zonas enteras sin banquetas o en pésimas condiciones.
La experiencia de las mujeres en las ciudades se ve atravesada por distintos factores; destaca la división sexual del trabajo, donde a los hombres les corresponden las tareas de producción, tareas que usualmente se realizan fuera de casa y en lugares alejados, y a las mujeres les corresponden las tareas de reproducción, comúnmente realizadas al interior de los hogares o en los espacios más próximos a éste. Si bien las mujeres cada vez participan más de empleos remunerados fuera de casa —representan casi el 40% de la población ocupada en el país, según datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE)—, muchas de ellas cumplen con una doble jornada y se enfrentan a una carga desproporcionada de tareas domésticas y de cuidado.
¿Por qué hablar del cuidado?
El cuidado consiste “en la gestión y mantenimiento cotidiano de la vida, la salud y el bienestar de las personas”.[1]Por ello, es importante reconocer que los cuidados son esenciales para la vida, para que ésta sea sostenible en el tiempo y para que la reproducción social sea posible. Sin embargo, aunque los cuidados son fundamentales para el desarrollo de todas las personas, en nuestras sociedades no les hemos dado el lugar que les corresponde, y los hemos relegado al ámbito privado y convertido en responsabilidades casi exclusivas de las mujeres.
En México, los cuidados tienen rostro de mujer. Según la Encuesta Nacional sobre el Uso de Tiempo (ENUT) de 2019, las mujeres realizan 30.8 horas de trabajo semanales en labores domésticas, frente a las 11.6 horas que destinan los hombres a estas actividades. Esto se traduce en que las mujeres dedican casi tres veces más tiempo al mantenimiento de los hogares, que los hombres. Todo esto, por supuesto, sin una remuneración. En materia de cuidados de otras personas, los hombres invierten 12.9 horas semanales, mientras que las mujeres 28.8 horas; es decir, más del doble de tiempo. Por si fuera poco, en 2019, el valor económico del trabajo no remunerado doméstico y de cuidados fue de 5.6 billones de pesos, equivalente al 22.8% del PIB nacional. Los cuidados sostienen al país.
Ante una crisis como la que actualmente vivimos, la importancia de los cuidados ha tomado relevancia en la agenda pública: quién cuida a las personas que enferman de covid-19. Pero también quiénes realizan las actividades que permiten que la vida siga, incluso cuando todo parece haberse paralizado: quién hace el súper, quién mantiene limpia la casa, quién saca a pasear al perro, quién acompaña a las niñas y los niños en la escuela virtual, quién se asegura de que la familia esté tomando las medidas necesarias para no enfermarse.
La pandemia ha evidenciado que la forma en la que hemos apostado para la construcción de nuestras ciudades no funciona. Ciudades cuyo diseño se ha basado en la dicotomía de producción y reproducción, de lo que corresponde al espacio público y lo que corresponde al espacio privado, que no solamente ha partido de desigualdades, sino que ha logrado reproducirlas y exacerbarlas. Como respuesta, el urbanismo feminista nos plantea otra opción: las ciudades cuidadoras.[2]
Reclamar la ciudad
Una ciudad cuidadora tiene distintas dimensiones. Por un lado, es una ciudad que, desde su diseño, te cuida. Es una ciudad que no te pone en riesgo al propiciar que los vehículos se muevan a altas velocidades o fomentando zonas de un solo uso, donde no tenemos “ojos en la calle”.[3] Es una ciudad compacta, que no te obliga a perder el tiempo para llegar de un extremo al otro, pues todo lo que podrías necesitar está disponible a cuadras de distancia.
Es, también, una ciudad que propicia tu autocuidado, al proporcionar espacios de esparcimiento y de organización política —como los parques o las plazas—, donde el uso del espacio no está condicionado al consumo. Es, de igual forma, una que posibilita los cuidados de otras personas: con banquetas amplias para caminar y con transporte público digno. Una ciudad cuidadora propicia el cuidado comunitario y la construcción de redes.
Si queremos hablar con sinceridad, es imposible argumentar que la situación nos ofrece la posibilidad de un ganar-ganar; en el juego de las ciudades, donde el espacio y los recursos son finitos, alguien tiene que perder. Esto se traduce, quizás, en perder espacios de estacionamiento para los automóviles, de manera que las personas puedan consumir alimentos de restaurantes en un espacio abierto. También se traduce, por ejemplo, en perder carriles para vehículos automotores y reemplazarlos por carriles exclusivos para bicicletas y otros modos de movilidad activa.
Lo que la situación actual nos ofrece es la posibilidad de replantearnos qué deseamos y valoramos en nuestros espacios públicos. De pensar cómo podemos construir sinergias entre distintos sectores para que los niños y las niñas puedan volver a ocupar los parques y espacios de juego que hoy están clausurados. De pensar cómo podemos asegurarnos de que nuestros espacios públicos, incluido el transporte, cuenten con servicios como sanitarios, lavamanos y espacios para el descanso. De imaginar cómo podemos rehabilitar lotes que hoy en día están vacíos o abandonados, de manera que podamos convertirlos en bibliotecas, cines y teatros al aire libre. De repensar cómo trazamos nuestras colonias, para que nuestras abuelitas puedan encontrar todo lo que necesitan a una distancia caminable.
La ciudad en la que todas las personas, juntas, afrontamos esta crisis es una en la que impulsamos la construcción de espacios adaptados a las personas y sus necesidades, y en la que dejamos de pensar que son las personas quienes deben adaptarse a los espacios.
Como bien afirmó la arquitecta Olga Subirós cuando llevábamos un par de meses sumidos en las circunstancias actuales: “El virus está convirtiendo las ciudades en laboratorios para el cambio que necesitamos”. Así, la crisis global también nos está presentando una oportunidad única: entender que lo que hemos hecho no sólo no funciona, sino que, en ocasiones, ha generado más daño, y afrontar esta nueva realidad con acciones que ayuden a corregir desigualdades históricas. Para ello, necesitamos identificar las necesidades de las personas que transitan y habitan los espacios públicos —particularmente de aquéllas que han sido relegadas de ellos por siglos— y ponerlas al centro de cualquier intervención por la que apostemos.
[1] Comas-d'Argemir, Dolors (2014). La crisis de los cuidados como crisis de reproducción social. Las políticas públicas y más allá.
[2] Valdivia, Blanca (2018). Del urbanismo androcéntrico a la ciudad cuidadora, Hábitat y Sociedad, (11).
[3] Expresión acuñada por Jane Jacobs en The Death and Life of Great American Cities (1961) para describir el que sea posible que las personas miren hacia la calle desde el interior de los inmuebles y cómo eso puede relacionarse con la seguridad pública.