A estas alturas de la pandemia, quizás no sorprenda leer textos sobre cómo la situación ha causado una mayor carga emocional, laboral y temporal en las mujeres en comparación con los hombres. No se trata de simple percepción. Históricamente, las tareas de cuidados —del hogar y la familia— han recaído sobre las mujeres, y el ingreso al mercado laboral no nos libró de esa responsabilidad.
La pandemia no hizo más que poner de manifiesto la desigualdad en la forma en que las mujeres han debido compatibilizar el espacio laboral y doméstico, con sus consecuentes cargas de tiempo, responsabilidad, estrés y agotamiento. Sin embargo, algo que no se menciona habitualmente es cómo el territorio que habitamos —la ciudad y la comunidad— incide o perpetúa esa desigualdad.
“El modelo de ciudad que hemos creado en el mundo occidentalizado es un espacio que depende profundamente de la explotación de la mujer, principalmente, para poder subsistir. Depende de que la mujer haga el trabajo doméstico. Para que la ciudad funcione, tiene que haber una fuerza enorme que haga el trabajo doméstico y reproductivo, y esa no es remunerada. Si ese trabajo no se hace, no existimos. La pandemia nos ayuda a ver claramente esta forma de explotación que no se nombra en todos lados”, menciona la arquitecta Tatiana Bilbao, quien fue asesora de la Secretaría de Desarrollo y Vivienda de la Ciudad de México y que aborda proyectos que buscan recomponer el equilibrio entre arquitectura y usos sociales.
Además de mostrar la desigualdad económica y de carga de trabajo entre hombres y mujeres, la pandemia evidenció cómo el trabajo no remunerado, indispensable para sostener al sistema, recae en la población más vulnerable y de menores recursos.
“Problemas que ya existían se muestran exacerbados y se han vuelto más visibles, han aflorado y rasgado una superficie que antes no les daba acceso. El proyecto histórico del capital y su estructura manifiesta en lo que he llamado ‘proyecto histórico de las cosas’, como opuesto al ‘proyecto histórico de los vínculos’, había vedado con eficiencia la consciencia de la finitud”: afirma la socióloga argentina Rita Segato en un texto a propósito de la pandemia y sus narrativas, integrado en la antología La vida en suspenso. 16 hipótesis sobre la Argentina irreconocible que viene (2020).
Por otro lado, Ana Güezmes García, directora de la División de Asuntos de Género de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), cuenta en entrevista para Entorno y Futuro que la disrupción de la COVID-19 ha causado “una contundente salida de las mujeres del mercado laboral potenciada por la creciente demanda de cuidados. Como en crisis anteriores, las mujeres están amortiguando los efectos a través de una sobrecarga del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, un aumento del desempleo y de la pobreza, y una precarización de sus condiciones de vida”.
De la vulnerabilidad económica a la territorial
“La agenda feminista reconoce al menos tres temas críticos que la pandemia agudizó que se vinculan intrínsecamente al Derecho de las Mujeres a la Ciudad, el primero refiere a las violencias que persisten y se complejizan, las violencias puertas adentro y puertas afuera, las del acoso y el feminicidio, las de la decisión sobre los cuerpos. La segunda, que la pandemia evidenció: el cuidado a distintas escalas; y no menor, la restricción a la autonomía económica de las mujeres dadas las condiciones frágiles de sus economías, afectadas de manera aguda por la pandemia”, escribe en “La pandemia no nos iguala. Injusticias de género en los territorios de América Latina y Argentina” Ana Falú, arquitecta, académica, activista social por los derechos humanos y por los derechos de las mujeres, y cofundadora de la Red Mujer y Hábitat de América Latina.
De acuerdo con la CEPAL, la pandemia causada por COVID-19 no sólo ha generado la peor crisis económica, social y productiva de la región en los últimos años, sino también un retroceso de más de 18 años en materia de participación laboral de las mujeres en América Latina y el Caribe.
“De acuerdo con estimaciones, más de la mitad (alrededor de 56.9% de mujeres en América Latina y 54.3% en el Caribe) se emplean en sectores con mayor riesgo en términos de pérdida del empleo y caída de los ingresos tales como el comercio, el turismo, la manufactura y el trabajo doméstico remunerado”, dice Güezmes García en entrevista. “Por otra parte, la crisis por COVID-19 ha intensificado la sobrecarga de trabajo no remunerado y de cuidados sobre las mujeres, quienes ya dedicaban tres veces más tiempo que los hombres al trabajo doméstico y de cuidados, y las situaciones de violencia de género”.
La carga de la división desigual del trabajo
Si el trabajo no remunerado recae en las mujeres, la configuración del espacio público y privado pone en evidencia un diseño que lo refuerza. “El modelo físico de la ciudad determina esa explotación”, argumenta Bilbao. “El entorno se divide en unidades familiares que dependen del modelo de familia nuclear, heteropatriarcal, etc., porque así son los espacios determinados por la ley (una cocina, baño, sala de estar y dos recámaras). Esa casa determina así que los trabajos domésticos y reproductivos recaigan sobre algún miembro de la familia”, continúa la arquitecta, “frente a modelos comunitarios, en los que el trabajo de cuidados y reproductivo es comunitario o está socializado”.
A juicio de Tatiana Bilbao, es imprescindible un tercer espacio, un territorio común que permita aligerar la carga individual del trabajo doméstico y de cuidados. Algunas comunidades mayas podrían ser un modelo social de cuidados compartidos, considera Bilbao, ya que en la actualidad, la escuela es el único tercer espacio que salva la brecha entre lo público y lo privado. La configuración de las ciudades y la arquitectura urbana, con su traza limitada a unos metros cuadrados, impide facilitar la transición hacia la socialización de estas tareas.
Las extensas cuarentenas en el mundo también han evidenciado que la configuración de la arquitectura urbana reduce las posibilidades de uso del espacio privado. De pronto, todos nos hemos visto transformando las salas en estudios o despachos, la cocina en sala de juntas, las recámaras en el espacio de convivencia familiar. Bilbao menciona que esto, además, muestra el sinsentido de un diseño que nace de la idea de que todas las personas somos, vivimos y habitamos el espacio de igual manera. La arquitecta propone, hasta que las ciudades evolucionen, abrir y formar pequeñas comunidades barriales, incluso al interior de los edificios, particularmente en desarrollos urbanos donde los espacios dedicados a la comida y al cuidado de la familia son reducidos.
Su propuesta es abrir todas las cocinas de 2x2 metros, unirlas y distribuir así la carga de la alimentación entre los vecinos: suena extraño a nuestro modo de ver, pero no resulta insensato ni utópico. Así han funcionado muchas comunidades no occidentales alrededor del mundo. El refrán resuena ahora con más sentido: “Para educar a un niño, hace falta la tribu entera”. Por supuesto, las consecuencias de romper con el esquema de la familia nuclear y socializar el espacio privado harían eco en otros ámbitos y sus consecuencias en la transformación social ya no de las ciudades, sino de los pueblos, son inimaginables.
Para poder producir necesitamos mano de obra
Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, llama a desatar los nudos estructurales de la desigualdad de género y construir sociedades de cuidado para un futuro más igualitario, sostenible y resiliente. “Invertir en la economía del cuidado tiene efectos multiplicadores en el bienestar, la redistribución de tiempo e ingresos, participación laboral, crecimiento y recaudación tributaria”, afirma. La máxima representante de la CEPAL instó a avanzar hacia nuevos pactos sociales para la igualdad y la sostenibilidad en tiempos de pandemia, que estén centrados en el bienestar y los derechos, basados en el diálogo amplio y participativo para un cambio estructural.
Las ciudades y el desarrollo arquitectónico de éstas, supeditadas a la lógica occidental y capitalista para generar las condiciones de producción, así como el modelo social en el vivimos, resultan un territorio difícil de transitar cuando las condiciones cambian de un modo extremo, como lo hicieron durante la pandemia. Por lo mismo, el derecho a la ciudad de las mujeres y las diversidades es un derecho político que debe ser asegurado por las autoridades.
Son muchas las voces que han señalado cómo la disrupción de la COVID-19 amplificó el mapa de las desigualdades y cómo estas, al final, tienen en común a los mismos protagonistas de siempre. Es interesante, por ejemplo, la lectura que hizo Rita Segato respecto al coronavirus y sus potenciales narrativas, ella ve al virus como un “significante vacío al que diversos proyectos políticos le tendieron su red discursiva”.
Esto podría abrir nuevas posibilidades o perpetuar las desigualdades. El mayor riesgo para las poblaciones históricamente vulneradas es que regrese el status quo una vez que se vuelva a la “normalidad”. Esto puede ocurrir por la preponderancia de un discurso con tal fuerza de penetración —dado su origen— que llega a ser asimilado incluso por quienes lo padecen.
¿Cómo se conecta lo discursivo con la ciudad?
El abordaje de Ciudades Feministas que hace Ana Falú, entre otras investigadoras, propone colocar la desigualdad en el centro de la agenda, incorporar en la desigualdad los sujetos omitidos: las mujeres y la población LGTBIQ+, rompiendo con la neutralidad de los diagnósticos y políticas. En sus palabras, hay que “poner en valor la vida cotidiana, centrar el atributo de la proximidad de servicios —priorizar, por ejemplo, las ciudades de quince minutos—, equipamientos, infraestructuras en el sentido pionero de La economía de las ciudades, escrito por la activista y urbanista estadounidense Jane Jacobs en 1969. Poner en valor la voz de las mujeres en el territorio, potenciar sus participaciones. Incorporar el cuidado ambiental, a la vez que el espacio público como el lugar del encuentro entre diferentes”.
Simultáneamente, se hace necesaria una transformación que involucre la reconstrucción de los vínculos comunitarios, recuperar la escala del barrio y, como dice Falú, dotarla de la significación urbana necesaria para la calidad de la vida cotidiana. Asimismo, es preciso desalentar la gentrificación, en tanto que promueve la exclusión y la dispersión de las comunidades. De este modo, podremos comenzar a hablar de ciudades inclusivas.