En una nota escrita por Fernando Clavijo en la revista Este País, se explica que el ecosistema a raíz de la existencia de un restaurante considera, por lo menos, los rubros de “construcción (ampliaciones, remodelaciones y mantenimiento), manufactura (fabricación de muebles), comercio al por mayor (distribución de maquinaria), transportes y almacenamiento, información en medios masivos (edición e impresión), servicios profesionales (arquitectura y proyectos), así como reparación y mantenimiento de maquinaria y equipo”.
Uno de los esfuerzos más claros que están llevando a cabo restauranteros para sobrevivir es la carta abierta a Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la CDMX, en la que muchos establecimientos ya no solo de comida sino de entretenimiento (bares y cantinas) exponen el dilema “abrimos o morimos”. El servicio para llevar no es suficiente para cubrir las rentas —que no bajan ni tienen incentivos competentes—, ni para pagar los salarios del poco personal que queda. Si los restaurantes dejan de operar con normalidad, las redes de empleo en las ciudades colapsan.
Pensar que los restaurantes son parte intrínseca de las ciudades suele olvidarse porque los análisis que abundan en su importancia residen en la parte económica: son centros de trabajo y su desaparición es directamente proporcional con el aumento del desempleo o con la falta de ahorro, entre otras. No obstante, hay que pensar al restaurante como un elemento dentro de la industria de servicios que otorga algo intangible, igual de valioso. Por ejemplo, si se retoma la raíz de la palabra restaurante, se puede encontrar en el prefijo re una idea de volver, de repetir. No es coincidencia que restaurante y restaurar sean palabras muy parecidas: el lugar donde se sirve la comida es uno que se visita cuando se busca arreglar la falta de alimento en el cuerpo, y es además un lugar al cual volvemos constantemente.
Es evidente que no todos los restaurantes funcionan de la misma manera. Están los locales que se sienten más cercanos al hogar, las fondas en el caso de la CDMX o los negocios familiares en cualquier otra ciudad del mundo, en donde se prepara comida casera. Estos resultan interesantes porque la comida que ofrecen es, en ocasiones de forma literal, un pedazo de lo que se tiene en casa y no son ostentosos ni proponen que la cocina sea el lugar de expresión artística, como sí lo hacen otros que incluso compiten de forma internacional por ello (Pujol o Quintonil en la lista The World’s 50 Best Restaurants son un buen ejemplo). Asimismo, los puestos callejeros o que están en las esquinas de las calles trazan la posibilidad de habitar las ciudades y sus calles, al ritmo del trabajo con el poco o mucho tiempo libre que deja, y no solo los edificios.
Si todo eso desaparece, si van cerrando uno a uno los restaurantes que han adornado el paisaje urbano, no sería erróneo afirmar que una parte esencial de la cultura en las ciudades —que ha sido aprovechada por el turismo, convirtiendo a la comida en una ventaja comparativa—, desaparecería también. Es natural que lugares cierren y que otros vuelvan a abrir, que se remodelen o se reinventen, porque las ciudades funcionan así. No obstante, no solo es la CDMX sino Nueva York, Copenhague o París. Este momento particular, es particular en casi todo el mundo y por ello, se siente que la desaparición de los restaurantes es el resultado de un contexto desolador que se repite a diario.